lunes, 31 de mayo de 2010

Y sólo habrá que volver a abrir los ojos.


Me fui. Sin previo aviso y con una acelerada maleta. Me fui sin compañía alguna. No huía pero tampoco suponía lo que acarrearía mi marcha.

Volví un mes después. Todo aparentaba seguir igual, tal y como lo había dejado. El revuelo de mis papeles sobre el escritorio. El pintalabios que con las prisas me dejé destapado sobre la encimera del lavabo, el libro semiabierto que leía cuando me llamaron. El lienzo que bajo los rayos de la sobremesa pintaba con paciencia, las zapatillas de estar por casa colocadas al revés.
Él no quiso tocar ni mover nada de lo que en aquella escapada tan relámpago había dejado por medio. Así, cada vez que me echaba de menos, miraba esos pequeños detalles que hacían mi ausencia más llevadera. Así parecía que de un momento a otro aparecería por la puerta tras una larga jornada. Así se hacía creer que aún no me había marchado.

Fue un mes arduo y muy sufrido. No habíamos estado tanto tiempo el uno sin el otro desde que nos conocimos.

Sí, nada había cambiado pero a la vez había pasado todo. El todo y la nada. Seguíamos amándonos aun en los silencios. Intentábamos respirar cada momento como si no se escurriese entre los dedos. Podíamos parar muchas cosas, pero no el tiempo.

Tuve que volver a marchar. A los tres meses regresé.

Si antes había un “todo” y un “nada”, ahora residía entre aquellas paredes un “infinito”. Aquella mesa de escritorio mostraba un orden sepulcral; en el baño sólo habitaba su maquinilla de afeitar y su embriagador aroma que tantas noches intentaba resucitar en su ausencia; el libro que una vez más quedó rezagado sobre mi mesilla ahora dormitaba bien plegado y guardado en la estantería; y mis zapatillas parecían que se hubiesen escondido en lo más recóndito del zapatero cual zapato que nunca más fuese a ser calzado.

Sin haberlo pretendido había ido saliendo poco a poco de su vida. La distancia nos había cambiado a ambos y sobre todo la forma en la que mirarnos. Conforme pasaban los días para mí, mi amor por él se hacía más intenso. Yo tenía una meta: volver. Volver para estar con él. Para complementarme con él. Para compartir nuestras vidas. Para pasear de la mano por el centro de aquella ciudad que tanto amábamos y hacernos mayores juntos. Ver crecer a nuestros hijos y después disfrutar de nuestros nietos. Dormirme cada noche cobijada bajo aquel brazo desde donde se disipaban los miedos, el frío y las dudas. Pero él no podía soportar esa ausencia, ese “estar” pero no estar producto de la distancia y de las nuevas tecnologías que nos acercaban un poquito más.

Por eso, una noche, bajo los efectos de una copa de vino que reposaba donde antes lo hizo mi libro y con el rostro desgarrado por aquellos surcos de lágrimas decidió ordenar todo. Si hacía como si no existiese no tendría a quien añorar. Por eso cuando hablábamos en la distancia, le notaba ausente y sin ganas de seguir, porque era eso lo que estaba haciendo desde casa, rendirse y no luchar.

Siempre he llevado muy abiertos los ojos. Me he fijado mucho en los detalles. Por eso cada vez que quería sentirle, los cerraba y mi subconsciente vagaba por el largo y ancho mundo de mis recuerdos. Ahora, con la compañía que puede brindarme esta brisa marina que me toma de la mano –como hacíamos en aquellos paseos por el parque- que me envuelve y acaricia, sólo habrá que volver a abrir los ojos y pensar que aquellos hermosos recuerdos fueron simplemente un bello, tierno y placentero sueño.

Marta Roca G. ®