sábado, 26 de marzo de 2011

Sentimientos.


Y sueño con volver a casa y respirar. Y sentir.

Y dar vueltas por casa sin querer hacer nada.

Remolonear antes de irme a estudiar,

ayudar a la peque y hacer cosas juntitas.

Saludar a papá cuando llegue de trabajar

y darle un besito de buenas noches a mamá

antes de irme a acostar.



Y llorar por lo que ahora tanto disfruto

y que llegaré a echar tanto en falta.


Y quiero poder besar tu cuello de terciopelo,

deleitarme con tu compañía y dormirme en tu regazo.


Y ellas: mi familia, mi consuelo, mi apoyo, mi calor,

mi alegría y mis ratos de diversión.

El hombro sobre el que apoyarme.

Ellas, vosotras, mis tesoros.

Gracias por acogerme y luego estar ahí.

Gracias por después de tantos meses seguir estando ahí.

Gracias por darme todos los días las buenas noches,

por estar ahí en los malos y tristes momentos

y por compartir ilusiones y alegrías.

Gracias por esos atragantamientos y escapadas de la resi.

Gracias por esas magdalenas rellenas

y por los ratos de confidencias mutuas.

Gracias por esas sonrisas tan escasas y tan valiosas.


Gracias corazones, gracias... AMIGAS.

Marta Roca G. ®

martes, 15 de marzo de 2011

El maestro.

Como cada mañana, con el cacarear del gallo, Simón despertaba en su colchón relleno de paja. Pegaba un salto y se dirigía hacia la cocina donde le esperaba un vaso de leche recién ordeñada por su madre. Con los calcetines oscuros, a medio camino entre las rodillas y los tobillos, calzado con sus zapatos de cordones, enfundado en sus pataloncillos cortos, de esos que caracterizaban a los chiquillos de su época y que los diferenciaba de los jóvenes hombrecillos, abrazado por el algodón de su camisa blanca y repeinado como si fuese a misa de Domingo de Ramos, se dirigía a la escuela del pueblo para escuchar las enseñanzas de su maestro. Éste era un hombre de aspecto bonachón, muy humano y muy cercano con todo el que tenía afán por aprender. Pese a aquellos tiempos duros siempre había un pupitre, una cuartilla y un libro disponibles para todos sus alumnos.


En clase, Simón se pasaba las horas ensimismado con la pasión con la que el maestro explicaba, con la que les hacía ver el porqué de las cosas razonándolas y no aprendiéndoselas de memorieta porque sí y sin lógica, repitiendo la lección como si de un poema en prosa se tratase. El maestro era consciente de todo el conocimiento que se albergaba en su pequeña pero humilde biblioteca e instaba a sus polluelos a profundizar en sus enseñanzas y a no quedarse en las anécdotas, historias y conocimientos que les intentaba transmitir. Él había sido en su época moza un chaval muy viajero. Con lo poco que tenía, había sabido invertirlo mejor que muchos nobles de la provincia. Entre lo que había estudiado, leído y experimentado tenía un gran conocimiento de la vida, de las ciencias, de las estrellas y de las palabras; palabras y sabiduría con las que maravillaba a los pequeños. Simón siempre pensaba que cuando su maestro faltase, no sólo se iría su cuerpo y su alma, sino gran parte del conocimiento del mundo que le quedaba por descubrir a él y que probablemente nunca llegaría a adivinar.

Llegaron las temporadas de la siembra, del cultivo, de la cosecha; llegaron las lluvias, los fríos, las nevadas, las flores, el calor, las hojas; se escuchaban los nuevos trinos de las nuevas bandadas de pajarillos, la insistencia de los grillos, el croar de las ranas en los charcos tras haber sobrevivido a su vida como renacuajos. Pasaron un par de años. Los suficientes para que a Simón le quedasen pequeños los pantalones cortos y estrenase aquellos largos que tantas ansias e ilusión tenía por llevarlos. Portar esos centímetros más de tela que le transportaban al comienzo de una nueva etapa de su vida.

Una tarde, mientras Simón leía uno de los libros de la biblioteca del maestro escuchó un tañido de campanas que no le resultaba muy familiar. Parecía muy triste y lastimero, desgarrador, de un color muy gris. Ante el desconocimiento acudió en busca de su gran maestro para buscar una solución a esa incógnita. Cuando llegó a la escuela, la persona a quien buscaba se había esfumado como la brisa: Simón sentía la presencia del maestro en aquella pequeña habitación pero sin embargo sólo estaban allí él y los libros. Puesto que no le encontraba por ningún lado se puso a buscar en la biblioteca algún libro que pudiese sacarle de dudas. No lo encontró pero decidió llevarse uno que reposaba sobre la mesa del maestro, un libro que hablaba sobre la vida, un libro que siempre veía que el maestro llevaba a todas partes consigo.


Al llegar a su casa, se apoyó sobre la puerta de su casa mientras esperaba a que llegase su madre. Cuando ésta lo hizo, parecía como si le hubiesen caído veinte años más encima. Su semblante era triste pero a la vez alegre, vacío pero a la vez pleno, apagado pero al mismo tiempo radiante. Su madre se acercó a él, le abrazó, y le dio un beso en la frente. De inmediato y sin saber exactamente por qué, supo el significado de aquellas campanas y de la expresión de su madre. Entre ambos no hicieron falta las palabras, simplemente la mirada y los gestos hablaron por sí solos. Cuando volvió a leer la cara de su madre se acordó de aquellas palabras del maestro sobre la muerte: “no te entristezcas porque no vayas a volver a ver a quien quieres, alégrate por los buenos momentos que has vivido con esa persona, por lo que habéis disfrutado, por todo lo que te ha enseñado, porque mientras te quede un recuerdo de ella, permanecerá viva en ti”. A partir de ese momento, Simón comenzó a descifrar el maremágnum de expresiones que la cara de su madre reflejaba (porque como todo ser humano, de todas formas le echarían de menos); entonces, a partir de ese momento comenzó a entender la otra lectura que podían tener todas las historias que les había narrado el maestro en clase; entonces, de noche ya, siguió el dibujo de la Osa Mayor y de Orión que se reflejaban en el agua del riachuelo que bañaba los dedos de sus cansados pies, ese agua que le rozaría y acariciaría una vez y que no volvería a pasar, esas dos estrellas de las que siempre les había hablado en la escuela junto con la leyenda del arquero que seguía su sueño: alcanzar la luna con su flecha y para llegar hasta su meta.

Marta Roca G. ®