miércoles, 21 de abril de 2010

Tres.

“Tenemos que hablar”. Esa fue la frase que marcó definitivamente el fin de nuestra relación. Tenía miedo a oírla. Miedo a oír algo parecido. Miedo al fin. No quería perderla y aún me sigo preguntando si la hubiese podido salvar. Todavía quedan muchas heridas que sanar, muchos arañazos que antes fueron caricias, muchos mordiscos que antes fueron besos, muchos gritos que antes fueron susurros. Y no es que me maltratase. Para nada. En absoluto. Es que ahora esos recuerdos tan hermosos, tan tiernos, tan llenos de cariño, amor, placer, alegría, son los que no paran de torturarme día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo, cada momento hirientemente vivido desde que leí aquellas tres palabras escritas en la mesilla, junto a aquella cama en la que tanto compartimos y en la que tantas confesiones nos hicimos. Ella se había ido. Para siempre. Ya no volvería. Nunca…

Hubiese querido decirle que no, que no estaba de acuerdo. Si yo había luchado por la relación y tenía menos, ella que lo tenía todo menos a mí, en carne y hueso, en el día a día no podía sucumbir. Pero no pude. No podía hacerle eso. Era libre como un pajarillo. Era un espíritu independiente. No podía sentirse atada. Fue incapaz de entregarse aunque no se diese cuenta de que hizo más de lo que nunca hubiese imaginado.

Tal vez no me chocaron tanto esas palabras puesto que esa muerte ya se venía anunciando desde hace tiempo. ¿Por qué? Pues no lo sé. Quizá la rutina. Quizá la diferencia de horarios. Quizá los diferentes proyectos de vida y los años de edad que nos separaban. O quizá la distancia. Dicen que la distancia es el olvido, pero pese a todo lo vivido, iluso yo, sigo pensando que la distancia refuerza y hace que valoremos más lo que tenemos, los momentos vividos, los momentos venideros: todo. Si uno no quiere, dos no pueden.

Me hubiese gustado decirle que lo dejaba todo por ella, que aún tenía tiempo de volver a empezar de nuevo y sobre todo de empezar y continuar junto a ella. Pero fui incapaz de hacerle eso. No quería que me viese tan hundido, tan herido ni tan roto en añicos que decidiese apartarse de mi vida por completo para que consiguiera olvidarle. Olvidarle más bien no, sino pasar página, volver a enamorarme, sentirme correspondido como merecía (como ella me decía). Porque nunca podremos olvidarnos. Hemos marcado nuestras vidas en cada surco de nuestra piel. Toda ella está llena de recuerdos, desde los más cariñosos, tiernos, infantiles e inocentes hasta los picarones o los más tristes. Nunca borraré aquella mañana que me acerqué a buscarla, a decirle que me iba, que había llegado aquella llamada tan deseada y a la vez tan temida. Era un sentimiento entre alegría, confusión y dolor. Pero ella secó mis lágrimas. Nunca vi las suyas. Qué sentía, me preguntaba a cada instante. Era una caja de sorpresas, de secretos o simplemente de vivencias no contadas, de historias guardadas o plasmadas en prosa y verso en aquellos papeles que guardaba en su escritorio. No, nunca nos pertenecimos y seguramente tampoco lo quisimos. Qué es el amor sin libertad. Nada. Qué es el amor sin comprensión. Menos. Y ahora me pregunto, ¿existe dasamor sin dolor?

Marta Roca G. ®

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